Ella roba mi atención del ejemplar de
Benedetti que sostengo en las manos. Pese a la incomodidad del bus, al ruido
exagerado del motor, los pitos del exterior, las voces de los demás pasajeros,
pese a todo, mi atención había estado sobre el libro. “Tengo la convicción de que no existes/y sin embargo te oigo cada noche”.
No puedo precisar si ya iba en el autobús o subió luego que yo lo hiciera. Nos
vemos rápidamente, como lo hacen los desconocidos cuyas miradas tropiezan por
error, de forma veloz y esquiva. Mis ojos sostienen su figura unos momentos
más: El cabello negro, suelto, cayendo a un lado de sus hombros, nariz
prominente y labios al color natural, unos senos gallardos, lívidos que saltan como
frutos prohibidos entre el escote de su blusa. Intento regresar a mi lectura,
pero la pasajera llena mi cabeza con imágenes que mi deseo preña con violencia,
“Te invento a veces con mi vanidad/o mi
desolación o mi modorra”, pero Mario no es capaz de arrancarme de ella. A
lo mejor el estrés de viajar de nuevo en autobús mezcla nervios y sensaciones
en extraño cóctel, yo preocupado por la delincuencia, por llegar a casa antes
que la noche caiga, de seguro mi mente crea una distracción, una coartada para aplacar
mi intranquilidad. Ella vuelve a mirarme, el semáforo esta en rojo, intento
esbozar una sonrisa, pero no me atrevo. El motorista acelera antes que el verde llegue, hay que sujetarse
para evitar un golpe o una caída, pese a que vamos sentados. El pasillo del
autobús nos divide aunque nuestros asientos están alineados, basta un
movimiento a la izquierda de mi cabeza, y ahí está ella. Estoy moviendo mis
ojos para encontrar los de ella, pero parece absorta contemplando el paisaje del
exterior. Al fin, nos miramos otra vez, ella sonríe (¿o es mi vanidad o mi
deseo que inventan la sonrisa?) y yo respondo. Lo seguimos haciendo, a veces
sin risas y sólo con miradas cómplices de esta correspondencia de afectos
desconocidos. Trato de regresar a mi libro, “del
infinito mar viene tu asombro/lo escucho como un salmo y pese a todo”, pero
mi mente está deslizando mis manos por aquella cabellera negra, apartándola de
los hombros que luego quedarán desnudos, mis labios están recorriendo los de
ella con vehemencia, con una aproximación leve como si tuviésemos miedo de
quemarnos al contacto. Intento reprimir esos delirios, de nuevo la miro pero
ella está perdida hurgando en su bolso. Pero mis labios continúan su camino, mi
lengua transita entre el túnel de sus senos, los llena de humedad. Estoy avergonzado,
y sin embargo pienso: sólo una palabra puede hacer diferencia, un saludo, algo,
algo para entablar una conversación, una excusa para sentarme a su lado. Nada
puede asegurar que mis delirios sean correspondidos en la realidad, nada
asegura que una chispa nos incite a una conversación que nos deje en la
intimidad de una cama. A lo mejor, cuando mi carro salga del taller, y si logro
al menos cultivar una ligera amistad, quizás tenga oportunidad de conversar con
más intimidad de lo que aquí permite el entorno. Ella vuelve su mirada a mí con
una sonrisa. La correspondo y junto a mi erección (que disimulo con el libro)
cabalga un escalofrío por mi espalda. Un tropel de pensamientos desbarata mi
poesía, incluso invento excusas que podría darle a mí esposa en caso “algo”
pueda suceder. Un pasajero sube y con disimulo lo observo, aunque tal esfuerzo
puede resultar vano, pues los delincuentes aparentan ser personas comunes para evitar sospechas. Falta una parada más y
me bajo, ella es cómplice con miradas y sonrisas veloces. Y yo sigo haciéndola
mía en los pensamientos. Unas cuadras más y tengo que bajarme (por fortuna la
erección ya despareció) y todo terminará. No es como en las comedias románticas,
yo me bajo y lo más probable es que jamás la vea otra vez. Antes intento
terminar a Benedetti “tan convencido
estoy de que no existes/que te aguardo en mi sueño para luego”, ahora la
pasajera quedará guardada en mi mente, reservada para las noches de fiebre, y pienso
que quizás las miradas y las sonrisas no fueron más que una invención de mis
nervios. Me pongo en pie dirigiéndome con precaución a la salida, esperando que
el autobús detenga la marcha, miro tras de mi… y aquí está ella, lista para
bajarse en la misma parada, un chispazo de esperanza me quema las sienes,
pienso en las posibilidades, calculo excusas y ardides, ella mira distraída
hacia la ventana, el autobús se detiene y le cedo espacio para que baje primero
y en segundos ambos estamos sobre la acera. Cruzamos la calle y partimos en
direcciones opuestas no sin antes mirarnos de nuevo, otra vez cómplices de una
vida ficticia, creados y destruidos en un trayecto, acabados por lo verosímil de una posible aventura
que ambos presupuestamos con la inocencia de un sueño… pero es un precio muy alto
y sólo podemos pagar una mirada de
despedida. Mi mente regresa a mi cotidiano infierno o a mi cotidiano cielo
(ella regresará a los suyos), los gastos, el carro que está en el taller. Alzo
la mirada al autobús que se aleja, pienso evitarlo en el futuro para no caer
preso de sus vapores que impelen el sueño del deseo. Miro hacia atrás mientras
camino, la pasajera ya no está y lo mejor que tengo para sellar mi travesía del
autobús, es de la forma como había iniciado, con Benedetti: “tan convencido estoy de que no existes/que
te aguardo en mi sueño para luego”.
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